La angustia, los nervios, a veces hasta el dolor, ceden y se transforman de pronto en un instante de humor, un momento gracioso, absurdo. Esto sucedió realmente.
Hay gente rápida, que tienen chispa, que inventan una salida donde no existe y más rápido que nadie.
En la Justicia, cuando todo era escrito, esto casi no se notaba pero, cuando apareció la oralidad, todo cambió. El uso de los tonos, de los gestos, el manejo del tiempo y de la originalidad, comenzaron a ganar importancia más allá que lo técnico, sigue siendo lo más importante. Y esto de la utilización de la voz, de la oralidad dentro del sistema judicial, siguió ganando importancia con la implementación de los juicios por jurado.
Durante muchos años escribí casos judiciales, desde sus comienzos hasta sus desenlaces. Es decir, desde la ocurrencia del hecho criminal hasta la sentencia. Y, como toda tragedia, a veces sucedían situaciones absurdas o graciosas.
Recuerdo a un juez, a quien mencionaremos simplemente como Leguizamón, uno de sus apellidos, y a un defensor oficial, a quien nombraremos como
Ricardo, su nombre verdadero. Esto solamente para evitar que se intente relacionar lo que aquí contaremos con una causa específica y que eso genere nuevos incidentes que, por cierto, serían totalmente innecesarios y absurdos.
Juez y defensor protagonizaron varios cruces pintorescos que aún se recuerdan en el ambiente judicial. Algunos se relatan todavía, pero han sido mejorados con algunos condimentos fantásticos que los hacen más atractivos todavía. Como este, que ocurrió en un cuarto intermedio en los pasillos, pero que el propio Leguizamón después contaba frente a sus alumnos en la facultad como si hubiera sucedido durante una audiencia de debate.
Fue hace ya bastante tiempo, en un juicio penal.
Declaraba un testigo. Quizás haya sido un caso de tentativa de homicidio o lesiones graves con arma de fuego.
De un lado estaba el fiscal de Cámara. Del otro estaban los dos imputados junto al defensor oficial, el zorro Ricardo.
El testigo recordaba que uno de los agresores le había dicho al otro, cuando
atacaban a la víctima: “¡Quemalo, quemalo!”
El fiscal le hizo repetir el relato para reafirmar el testimonio, que parecía asegurar la condena.
-“¡Quemalo, quemalo!”, le dijo uno al otro- repitió el testigo.
El defensor Ricardo, sin siquiera pedir la palabra, interrumpió:
-El testigo se equivoca. El pobre hombre ha escuchado mal. Lo que le dijo uno
de mis asistidos al otro, fue: “¡Qué malo, qué malo!”-
Así se cuenta ahora, por más que el escenario haya sido un pasillo y no la sala de audiencias.
Pero es lo de menos. Después de todo, estas historias son parte del folclore judicial, un sistema que a veces parece más humano.
Como aquella mañana que apareció en el Juzgado de Instrucción una víctima. Era un paisano de la zona rural que venía acompañado por su mujer.
El hombre aseguraba que había estado cinco días ausente de su casa porque... lo había secuestrado un plato volador y venía a denunciar privación ilegítima de la libertad.
Hubo que iniciar un expediente, realizar pericias y otras diligencias judiciales.
La causa se cerró al poco tiempo, pero no se procesó a la víctima por falsa denuncia porque no hubo forma de probar que mintiera.
El paisano y su mujer siguen juntos. El hombre no volvió a desaparecer.
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